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sábado, 2 de enero de 2010


Aquel 10 de diciembre amaneció entre ecos y voces nostálgicas de una vida que ya no me pertenecía. Recordando aquellos años de felicidad caí en la cuenta de que era el aniversario de la muerte de mi padre. Mi hermano nos había citado a todos en el cementerio aquella mañana e inmersos en un profundo silencio pasamos un rato junto a su tumba, clavándonos la mirada unos a otros, fingiendo que todavía éramos una familia unida. Transcurrido aquel paripé de lágrimas, palabras de consolación y alabanzas me dirigí al trabajo. En el metro miraba por la ventana, pensando en lo triste, en lo vacía, en lo tácita que se había quedado mi vida. Era un banquero, siempre con la cabeza llena de números, dejaba pasar los días, siendo un espectador de mi propia vida.
Salí del trabajo paseando bajo la lluvia, sintiendo como el viento azotaba mi rostro, barriendo las lágrimas y la rabia.
Entonces la vi, etérea y frágil, parecía que fuese a desvanecerse con una ráfaga de viento. Iba enfundada en un vestido ceñido que dejaba ver su delicada silueta, una caótica y cobriza melena descendía por su espalda hasta su cintura. Tenía los ojos verdes, inescrutables, con una sugerente mirada en la que aún hoy sigo atrapado.
La veía pasear sólo los días de lluvia, con aquel vestido, caminando junto a mí y fumando uno de sus cigarrillos.
Pero entonces llegó el verano, cesaron las lluvias y ella desapareció.

De esta forma, impaciente esperaba la llegada de las lluvias con la vaga esperanza de volver a verla. Cada noche reconstruía su cuerpo en mi mente; su piel, su pelo, su boca, sus ojos, sus piernas, su olor…
Un día a finales de septiembre arrancó una tormenta, cargado de ilusiones y con el alma preñada de añoranza, salí en su busca, recorrí durante toda la noche las calles buscando a una mujer con un vestido, fumando un cigarrillo.
Al alba me di por vencido y regresé a una vida mediocre en la que ya no me quedaba nada, tan solo el espejismo de una mujer de la que un día me enamoré.